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La ternura como lenguaje universal del arte Tuesday, 10 October 2023


Creación. ·

Entre la sorpresa y el desconcierto, los visitantes se acercan a la situación construida por Tino Sehgal en el Centro Botín, que podrá verse hasta el mes de febrero


En 1990, el fotógrafo Javier Bauluz captó en las playas de Cádiz una imagen que se convirtió en referencial en todas las escuelas de periodismo. En la playa, el cadáver de un inmigrante está tendido en la arena, mientras a su alrededor, otras personas continúan con su jornada indiferentes bajo el sol, mirando hacia otro lado, más cómodo.

Algo similar ocurre en la situación que Tino Sehgal ha construido en el Centro Botín. La bahía de Santander y los Jardines de Pereda, vistos desde la perspectiva única del edificio de Renzo Piano, se convierten en terreno conocido al que asomarse, cuando uno no sabe bien lo que está ocurriendo en el interior. La inmensidad, frente a la cercanía. El abismo frente al tacto.

Al cruzar las puertas de cristal de la sala 2, la amplitud del espacio vacío es un derechazo de 1.400 metros cuadrados a la primera impresión. «¡Uy, qué grande es esto!», «¿Esto es lo que hay?¿Nada más?», se escucha en los cuchicheos iniciales. A continuación, la única referencia inamovible, se convierte en boya a la que agarrarse ante el desconcierto. El Greco, definido como extravagante por coetáneos y herederos, difícilmente pudo imaginar su obra, con un carácter tan espiritual como esteticista, como refugio del espectador.

La única indicación que facilita el personal del centro a los visitantes, por expreso deseo del artista, es que pueden llevarse una silla porque quizá quieran ver la obra sentados. Y así, ocurre que, con sus taburetes plegables entran los visitantes y mansamente se colocan en posición frente a la ‘Adoración de los pastores’, haciendo honor al propio título del cuadro del cretense. Se sientan y como aplicados alumnos, miran. Esperan. Pero el milagro reflejado en el lienzo carece de movilidad más allá de su mensaje místico.

Es entonces cuando, con cierta timidez, se giran y ponen su mirada en lo que ocurre en la otra parte de la sala. Donde en realidad está situada la obra. Varias personas, digamos una, digamos tres, depende del momento, emiten sonidos monocordes, en una armonía de vocales. Se mueven, en ocasiones como visitantes que hubieran encontrado acomodo en el suelo, en otras casi como androides. El centro de su acción son uno o varios bebés que gatean, balbucean y golpean el suelo con sus manitas mínimas. Cuando los pequeños entran en acción, el lenguaje de la empatía se activa; el público antes más distante, se acerca, como quien pasa la línea límite marcada en el suelo para observar un cuadro. Hacen gestos a los infantes, sonríen, se atreven, espoleados por la ternura de lo que hasta ese momento resultaba inquietante.

Es lo que hace Reme. Se fijó en El Greco. Caminó y se fue acercando. Treinta, veinte, diez metros hasta estar a la distancia de un brazo de la obra en movimiento. «A medida que vas entrando y los sonidos van cambiando de ritmo, te vas metiendo en otra dimensión, en otro mundo». No ha encontrado, sin embargo, diálogo entre las piezas; la estática y la viva. «Me han parecido dos espacios diferentes». Tuvo que preguntar si esa segunda mitad era parte de la exposición. «Qué diferente es esto», dice tras estrenarse como Amiga del Centro Botín con esta experiencia.

Inmaculada y Fátima permanecieron más tiempo en la sala. Encontraron su lugar, al fondo, entre los pilares metálicos. «Me ha costado ver de qué iba el tema, pero después me ha gustado». Por lo que han leído en el único elemento explicativo de la sala, dos láminas que ilustran sobre el cuadro y sobre Sehgal, han establecido el hilo conductor que plantea el autor entre ambas propuestas; «el niño pequeñito, los cuidados, la protección...». «Pero, ¿la finalidad de la exposición cuál es?» y «¿Esta gente está aquí hasta que termina? Será carísimo», reflexionan. Nunca habían visto algo similar. Tampoco otro de los visitantes que sale de la sala a paso rápido y expone una visión opuesta y contundente: «Es una chorrada. Ese ruido, ¿qué es?¿El dolor del parto después del quinto día tras Pentecostés?», ironiza mientras se aleja escaleras abajo.

Allí, se cruza con Ana y su familia. «Es sorprendente», reiteran. Recuerdan que en el Reina Sofía «había una sala muy grande con un rosco que ocupaba toda la pared», aunque «era una sala más pequeña». Turistas, en su primera vez en Santander, de entrada pensaron que los personajes «era gente jugando con sus hijos», hasta que se dieron cuenta de que «era una performance». Lo que más les ha impresionado, ajeno a los vaivenes del interior, ha sido el mar.

Delia, Carla y Gabriela tienen 13 y 14 años, visten shorts y camisetas de colores y emanan ese olor dulzón del perfume adolescente y, aunque reconocen que entraron a la sala «por aburrimiento», al final «entretiene y nos hemos quedado embobadas». Sin referencias previas de instalaciones similares, no han pagado entrada al ser menores de 16 y si tuvieran que hacerlo para ver ‘Este túyoyotú’, se lo pensarían «en función del precio».

Todos han entrado y salido a la sala sin saber que el individuo alto que observaba con discreción desde la puerta, es el propio Tino Sehgal, esquivo con dejar muestras de su creación y su testimonio.

Desde la distancia más larga posible, el extremo opuesto de la sala, Emma y José siguen atentos el desarrollo del movimiento. Ni siquiera han visto aún la obra de El Greco. «Lo estamos procesando, pero es agradable y el niño parece feliz», explican.

A su alrededor, pululan quienes dan la vuelta al muro provisional del que cuelga la ‘Adoración de los pastores’, primero buscando algo al otro lado que explique el vacío o dé pautas, después atentos a la leyenda del cuadro y finalmente, dando respuesta a la pulsión general y constante de fotografiar la realidad con sus teléfonos móviles, captando esas dos láminas con apenas cuatro párrafos. En la era de la imagen, apenas hay imagen. Algunos se harán selfies con la bahía de fondo, obviando que tienen delante una obra creada expresamente para ese espacio, ese momento y ese público, que no volverá a repetirse nunca. El arte efímero y una obra de 1612 conversando, mientras docenas de personas tratan de dilucidar qué se susurran.

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