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Morir deshidratado por masturbarse, recuperar con sanguijuelas la virginidad Friday, 12 May 2023


Cristo podría haber redimido a la humanidad hace 5.000 millones si los humanos no hubieran incurrido en la sodomía. Y no es que la dejaran de practicar, pero el Mesías, acaso, debió admitir que el sexo anal representaba un hábito incorregible y que procedía salvarnos en cualquier caso. No estamos divagando, sino contextualizando uno de los pasajes más estrafalarios que se reúnen en Los fuegos de la lujuria. Y que ha escrito la historiadora Katherine Harvey para explorar el impacto del tercer pecado capital en el Medievo. Mucho menos lascivo de cuanto se desprende del cuarto oscuro El nombre de la rosa . Y expuesto a partes iguales a la ignorancia, la superstición y las temeridades pseudocientíficas.

Lo demuestra el recurso sistemático a las sanguijuelas. Que tanto se utilizaban para remediar enfermedades venéreas como se alojaban en la vagina con el propósito de reconstruir la virginidad. Podían así las mujeres recuperar la dignidad, aunque había otros procedimientos tan estrafalarios como introducir higadillos de paloma o fumigar la vulva con carbón. “No pocas personas creían que la virginidad podía detectarse a través del comportamiento: una virgen tendría un andar modesto, la mirada baja y sentiría pudor ante los asuntos sexuales”, escribe Harvey en su tratado.

’Los fuegos de la lujuria’, de Katherine Harvey.
‘Los fuegos de la lujuria’, de Katherine Harvey.

Y documenta las peculiaridades del juicio póstumo a Juana de Arco (1456), cuando el médico Guillaume de la Chambre testificó, tras haberla observado desnuda, que, "por lo que se puede saber por el arte de la medicina, era virgen e intacta". Ratificaba parecidas conclusiones el testimonio Marguerite la Tourolde, protectora de la heroína: "La miré varias veces en los baños y en la sala caliente, y por lo que pude ver, creo que era virgen".

Era la moral el centro de gravedad de la sexualidad como criterio de graduación de los pecados derivados de las relaciones conyugales. No ya el adulterio o el aborto, sino los únicos supuestos en que la mujer podía sustraerse a las obligaciones sexuales: cuando el marido estuviera loco, cuando propusiera sodomizarla, cuando pretendiera fornicar en un lugar sagrado, cuando solo hubieran transcurrido dos meses después al matrimonio, cuando yacer entrañara riesgo para el feto o durante la menstruación, enfatizándose la noción demoniaca de la “sangre vaginal”.

"No pocas personas creían que la virginidad podía detectarse a través del comportamiento: una virgen tendría un andar modesto"

Es la manera con que Harvey expone el grado de oscuridad o de oscurantismo que determinaba las relaciones sexuales. Las mujeres se resignaban a la pasividad. Se las consideraba frías y frígidas, de tal manera que la misión del varón acaso consistía en lubricarlas, no tanto para buscar el placer de ellas —en absoluto— como para prodigar la reproducción.

Acota Katherine Harvey el periodo medieval, pero tiene sentido mencionar el último ensayo de Sebag Montefiore y al episodio en el que evoca las dificultades de Luis XVI para mantener relaciones sexuales con María Antonieta. Tardaron muchos años en consumarlas, no ya por la edad a la que se desposó la reina (14), sino por el desconocimiento de la pareja, hasta el extremo de que hubo de intervenir el hermano del monarca decapitado.

La lujuria medieval.
La lujuria medieval.

Así estaban las cosas en la corte parisina de finales del siglo XVIII. Y estaban mucho peor tres siglos y medio antes, precisamente cuando un hacendado mercader del puerto hanseático de Kampen exigió a su esposa mantener relaciones sexuales pese a haber contraído (él) la lepra. Se ocupó del caso un especialista en derecho canónico a quien se atribuye el texto legal de referencia —“Sobre el matrimonio de los leprosos”— y la normativa resultante: las mujeres debían cumplir con las obligaciones maritales hasta que la enfermedad requiriera la hospitalización del esposo.

Hace acopio Harvey de las leyes, tratados y procedimientos que caracterizaron el fuego de la lujuria en el Medievo, aunque la heterogeneidad legislativa y científica no contradice el consenso respecto al tabú de la sodomía, el sexo oral, la homosexualidad y la masturbación. Y no es que recurrir a la autoestimulación dañara la memoria, como nos decían en los colegios, sino que también reducía el cerebro al tamaño de una manzana y provocaba “el desgarro de la ceguera”. Fue la conclusión de la autopsia que se le hizo a un monje después de habérsele encontrado deshidratado y desfallecido después de haberse aliviado unas setenta veces antes de maitines evocando a una hermosa mujer.

"Más llamativo resulta que las relaciones sexuales entre mujeres no se consideraran tales si no se utilizaba un objeto penetrador"

Visto el escarmiento, puede entenderse mejor que escaseara la masturbación en el periodo que evoca Harvey —1100-1500—. Y que fueran aún más insólito el sexo oral, más o menos como si el contacto bucal con los órganos sexuales supusiera una degradación. El clítoris, por ejemplo, ni siquiera se había acreditado en los manuales científicos, aunque más llamativo resulta que las relaciones sexuales entre mujeres no se consideraran tales si no se utilizaba un objeto penetrador.

Tan relevante era el símbolo fálico que frotar el pene entre los muslos de un hombre —coito femoral o intercrural— formaba parte de las prácticas pecaminosas castigadas con la pena de muerte. Se aplicó a Nicletus Marmanga y Johannes Braganza en 1387. Y fueron conducidos a la hoguera, aunque el catálogo de tormentos y expiaciones también hizo del sexo un espacio de tortura. Empezando porque a las mujeres adúlteras o a las meretrices se les arrancaba la nariz.

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