Nunca harás todas esas cosas que deberías hacer mañana (pero está bien) Sunday, 05 March 2023
Un antiguo compañero de El Confidencial (hola, querido Miguel Ayuso) pronunció una mañana loca de estrés una de mis frases preferidas de todos los tiempos. Ante la cordial, pero algo intrusiva, pregunta por parte de un responsable de prensa de si le pillaba bien, su respuesta definió el zeitgeist de toda una época: "No, pero es que nunca vas a pillarme bien, así que, dime".
Qué desesperación y libertad al mismo tiempo. Cuando nunca tienes tiempo para hacer nada, solo hay un momento para hacerlo: ahora. El futuro es una ilusión, solo tienes el presente. Un gurú te vendería millones de libros con esta premisa.
Creemos que no lo hacemos porque no tenemos tiempo, pero lo que no tenemos es energía
Si hay un síntoma que nos une a todos en el capitalismo tardío es la procrastinación, esa palabra de moda que usamos para justificarnos y que quiere decir que dejamos para mañana todo aquello que (no) podemos hacer hoy. Solemos pensar que no lo hacemos porque no tenemos tiempo, pero lo que no tenemos es energía, que son magnitudes relacionadas pero no equivalentes. Se da un paso en un segundo, pero se tardan años en reunir la energía para dar ese paso: lo que nos cuesta es enfrentarnos emocionalmente a ello.
No es que en el pasado no hubiese familiares inaguantables cuya visita postergábamos. Pero paradójicamente, cuando tienes ocho hermanos es más fácil distanciarse de todos ellos que cuando tienes solo uno. La complejidad creciente del mundo ha disparado el número de compromisos, obligaciones y tareas por cumplir. La mayoría de ellas son banales, pero las aceptamos para distraernos de las otras, las pesadas. No tenemos tiempo para nada, pero nos llenamos de cursos online, clubes de lectura y compromisos que nos hacen sentir bien cuando los aceptamos pero mal cuando los tenemos que llevar a cabo. La peor decisión que he tomado en los últimos años es apuntarme a un interesantísimo curso de filosofía que terminó convirtiéndose en otra tarea más.
Al mismo tiempo, consideramos que todo aquello que nos cuesta hacer es lo verdaderamente importante, y es esa carga emocional la que hace que nos resulte tan difícil de llevar a cabo. Pedirle perdón a aquel amigo olvidado o expareja con la que fuiste injusto. Visitar al tío abuelo que está al borde de la muerte. Coger una cortadora de césped y recorrer medio Estados Unidos para ver a tu hermano perdido. Son esas cosas difíciles las que dan la dimensión épica de nuestras vidas. En abstracto, todos sabemos que deberíamos hacerlo antes de que sea demasiado tarde. En concreto, ya iré a ver al tío a la residencia otro fin de semana.
La vida moderna es un ir y venir continuo entre las cosas inútiles y superficiales que no dejamos de hacer porque nos permiten sobrevivir al final del día y las cosas significativas y profundas que dan sentido a nuestra vida pero nos resultan demasiado pesadas.
Cuando estamos agotados, elegimos lo que menos esfuerzo nos suponga
Nunca encontramos tiempo para vernos esas obras maestras que quizá cambien nuestras vidas ni leemos aquel tocho de mil páginas que en un delirio de efervescencia navideña nos llevamos de la librería. Nos arrojamos al sofá y contemplamos en duermevela esa serie que sabemos que se perderá en nuestra memoria como lágrimas en la lluvia. Las plataformas consiguen ese irónico efecto que es avasallarnos a base de contenido hasta que el criterio que utilizamos para seleccionar es: lo que menos me canse. Elegir es extenuante; por eso decimos a nuestra pareja "hacemos lo que tú quieras, de verdad", para quitarnos de encima ese peso.
Compramos láminas, pero nunca llegamos a enmarcarlas, no digamos ya colgarlas de la pared. Nos atrae la belleza, aún más la posibilidad de poseerla, pero nos deprime la banalidad de tener que instalarla, como si estuviésemos arrastrando lo eterno hacia lo terrenal.
Nunca montaremos esos puzles que nos regalaron porque somos muy difíciles de regalar. Descansarán en una estantería durante unos meses a la vista de todos, los ocultaremos en el trastero porque nos recordarán nuestra desidia y nuestros hijos tendrán que deshacerse de ellos. Detestamos los puzles porque odiamos las cosas que sabemos cómo empiezan pero nunca cuándo van a acabar. Y los puzles tienen pinta de ser inacabables.
Cuanto más tiempo pasas sin ver a un viejo amigo, más difícil resulta quedar con él
Tenemos muchos amigos con los que deberíamos quedar, pero vemos siempre a los mismos. Tal vez ni siquiera nos caigan mejor, ni les tengamos más afecto, ni nos hagan especialmente felices, pero forman parte de ese mobiliario diario como la cafetera, el cepillo de dientes o el pijama de cuadros. Todas ellas, cosas que nos hacen sentir en casa. Cuanto más tiempo pasa sin ver a un viejo amigo, más difícil resulta quedar con él, hasta que se convierte en una tarea imposible y, de repente, un día, ya no es un amigo.
Sabemos que tendríamos que cocinar algo más elaborado, innovar en la cocina, pero terminamos hirviendo agua y arrojando macarrones y lo que es peor, comiéndolos. Cuando en el menú seleccionamos lo malo conocido por encima del bueno por conocer, la pasta por encima de la ensalada, la carne antes que el pescado, estamos quitándole complejidad a un mundo ya suficientemente difícil de por sí. Uno sale de casa con buenas intenciones, se sienta en la mesa con el ánimo de probar algo nuevo, y al final, macarrones con tomate.
Nunca haremos limpieza, especialmente si implica tirar juguetes. En un mundo de acumulación, deshacernos de las cosas parece contraintuitivo. Aunque ya sean inútiles, los objetos conservan una parte de nosotros mismos que ya no somos. Si llevan años ahí, pueden aguantar unos cuantos años más. Tirarlos es enviar a la basura promesas rotas, futuros que no fueron, traicionar a aquellos niños. Quien tira un juguete de infancia o las pertenencias de un muerto sin que le tiemble la mano no tiene corazón. Por eso intentamos buscarles una nueva función.
Sin embargo, y a pesar de todo, hay gente a la que le gusta limpiar cada semana, incluso cada día. Es aburrido, pero también es catártico. Para esta gente, limpiar y cocinar resulta tedioso porque es familiar, cómodo y repetitivo. Pasar la mopa o fregar los platos nos aleja de lo desconocido, nos devuelve a cierta rutina que nos cobija. Cuando todo va mal y no sepamos qué va a ser de nosotros o hayamos perdido el control de nuestra vida, nos consolamos pensando que tarde o temprano volveremos a barrer y todo estará en su sitio.
Todas esas cosas no suelen presentar un beneficio inmediato, sino abstracto y lejano
Empadronarse es una lata y pasamos años (y elecciones) postergándolo. Aparte de lo cargante que resulta toda burocracia, cambiar nuestro domicilio es soltar la última amarra con la casa familiar, con ese pisito compartido en el que fuiste feliz (o tremendamente desgraciado pero que te ayudó a ser quien eras). Ánimo desde aquí a todos los lectores a empadronarse donde vivan: es un compromiso con tu entorno inmediato.
*Si no ves correctamente el módulo de suscripción, haz clic aquí
Todas esas cosas que no haremos nunca no suelen presentar un beneficio inmediato y obvio, sino abstracto y lejano. La mayoría de ellas ni lo tienen; su retorno (económico, emocional) no está claro. Pero sin todas esas cosas, nuestra vida perdería sentido. Es el drama ocasional.
Al mismo tiempo, no podemos ni debemos dejar de hacer cosas fáciles, sencillas, tontas, que son la espina dorsal de nuestro día a día. La comedia diaria. Sin tragarnos malas películas, echarnos un poco de comida rápida al estómago de vez en cuando y vaguear en el sofá con tu amigo al que ves todos los días, no sobreviviríamos ni seríamos capaces de apreciar la dificultad, lo complejo y lo emocionalmente duro.
Somos lo fácil y lo difícil, lo que nos reconforta y nos duele. Aceptémoslo. Todos moriremos con una larga lista de deudas emocionales por saldar y gestiones por hacer que se quedaron en una carpeta, pero está bien que así sea.