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’Obra infinita’: compartir cuentos para quemar el Congreso de los Diputados Friday, 03 March 2023


Una mujer dice: “Aquí, lo que hay que imaginar es lo siguiente”. Y esa frase se convierte en una puerta, en una trampilla, en aquel conejo blanco de la Alicia de Lewis Carroll, y lo siguiente es una noche oscura, tres brujas, un burro, un cerdo, un río del misterio, siete cabritillos, una niña con una cesta de magdalenas y mermelada, un niño del tamaño de un garbanzo que habla desde dentro de un tambor, un gallo negro cubierto de barro que se confunde con el diablo, un jardín al que irás y no volverás, un hombre que se pierde y cruza un lago, Ursula K. Le Guin, un diputado, un debate sobre el estado de la nación y un cuervo que se posa en la cabeza de uno de los leones de la puerta del Congreso. Y una flauta y una cucharilla con un agujero en medio y una guía telefónica de un lugar que no existe. Y un guisante olvidado en un bolsillo que quizá provoque una revolución.

Y todo eso que ya hemos empezado a imaginar se invoca y congrega en un escenario circular rodeado de gradas en las que están sentados los compañeros de esa mujer, junto al público. En el suelo estará grabada la silueta de un sol que se convertirá en un fuego alrededor del cual escucharemos “uno de esos cuentos que parecen no decir nada, pero que hacen que las piedras se vuelvan más ligeras que una pluma”. Este es el espacio real e imaginario en el que sucede Obra infinita, creado y dirigido por Miguel Rojo y Javier Hernando, Los Bárbaros, que estrenan este viernes en el Centro Dramático Nacional. En escena, Rocío Bello, Jesús Barranco, Cris Blanco, Elena H. Villalba, Diego Olivares, Alma P. Sokolíková y Macarena Sanz, en una obra que es un cuento de cuentos y un manual de instrucciones para hacer arder el Congreso de los Diputados.

Un cuento como gesto político

Obra infinita es la segunda pieza de una trilogía que Los Bárbaros comenzaron con Obra inacabada, la historia de un tipo que viajaba de la soledad a la compañía, del yo al nosotros, inspirada en El monte análogo, de Renè Daumal. En aquella obra, ese hombre decía: “Las palabras no sirven para nada. ¿O sí?”. Y a esa pregunta responde Obra infinita, en la que Los Bárbaros nos dicen lo que ya nos anunciaron entonces: “Que sí, que ya estamos juntos, pero ahora contémonos cuentos, compartamos imaginaciones y veamos qué hacemos”.

Una escena de ‘Obra infinita’. (Luz Soria)
Una escena de ‘Obra infinita’. (Luz Soria)

Lo que hacen es construir un cuento de cuentos, un cuento río, un cuento infinito compuesto de muchos cuentos, una obra que se nutre de toda esa tradición oral que ha viajado en el tiempo y entre generaciones, esa literatura humilde y menospreciada, explican Javier Hernando y Miguel Rojo, construida a partir de historias “en las que la gente se sentía reflejada, historias que no son ni mucho menos las de los grandes libros, pero de las que se adueñaban y después modificaban, reescribían y compartían, y nos interesaba esa idea de texto infinito de Antonio Rodríguez Almodóvar, cómo esas historias se van encadenando, se van transformando y se van creando cuentos y contracuentos, como un sistema que está en un cuestionamiento y cambio permanentes”.

Y con esa apuesta por un relato de relatos que nunca han sido contados por una sola voz, sino por muchas, por esos relatos que no se imponen, que mutan y son maleables, Los Bárbaros proponen un gesto político, un gesto que está cuestionando el relato y la voz del poder. De ahí que Obra infinita empiece y termine en el Congreso, ese lugar donde la clase política construye sus relatos, que luego serán fijados y amplificados en los medios. Y de ahí también que el escenario de la Sala de la Princesa del CDN tenga gradas y sugiera un parlamento, pero uno distinto, en el que intérpretes y público están a la misma altura. El teatro y el Congreso como espacios de representación, como lugares para la construcción de imaginarios muy distintos, incluso opuestos.

De cómo un guisante hace arder el Parlamento

Obra infinita es un cuento moral y un viaje, el de un político llamado Juan el Barbas, uno de esos diputados rasos que no acaparan focos ni titulares, un tipo que quizá no tiene ideas propias, que tal vez se deja llevar, que no se opone ni cuestiona gran cosa, que se mimetiza con el escaño y respira sin hacer mucho ruido. Ese diputado, alter ego de Javier Hernando y Miguel Rojo, emprende un viaje fantástico en el que se cruzará con todos esos personajes que empezamos a imaginar en las primeras líneas de este texto, a los que pedirá siempre que le cuenten un cuento, cuentos que no escuchará nunca porque preferirá dormir. “Juan se duerme y no escucha nunca ningún cuento que viene de otro lado porque él está construido con relatos que son estancos y no quiere aprender porque piensa que va creciendo y prosperando y le va bien así”, dicen los autores.

Pero ese tipo, que solo reclama cosas y se aprovecha de todos, al final entiende y se deja atravesar por esa escucha y esas historias y se adueña de ellas como si fueran un virus a propagar y descubre que tiene un guisante en el bolsillo del pantalón. Y Juan vuelve al Congreso y cuenta todo lo que le ha pasado y se ríen de él y le llaman mentiroso y la presidenta de la cámara pide silencio y Juan el Barbas empieza a hablar y el Congreso empieza a arder y nuestro diputado arde y todo arde. Y todo, o casi todo, por culpa de un guisante. “¿Cuál es el guisante de la sociedad hoy en día?”, se pregunta Javier Hernando, "el capitalismo". Lo tenemos ahí y parece que no se puede cambiar, como si fuera una piedra en el zapato que nunca nos podemos quitar, y es ahí cuando Juan, de una manera un poco naíf e inocente, como sucede en los cuentos, "hace clic". Y ese clic salta, además, cuando ese tipo que se quemará a lo bonzo descubre, como dice alguien en esta obra, que “la vida avanza, por encima del misterio, gracias a imaginar nuevas historias y a cuidar de otras ya viejas”.

Estar juntos, ¿para qué?

“Lo que queríamos con esta obra era juntarnos para escucharnos, porque este un mundo bastante vacío, en el que somos incapaces de mirar al otro y decir es verdad, yo no tenía razón, me voy contigo o, joder, me has abierto un mundo. Aquí nos juntamos no solo para estar juntos, sino para escucharnos, y que esa escucha pueda atravesarme a mí y modificarme corporalmente, y yo me adueñe de todo eso, de ese relato y de la escucha, y propagarlo, y volverme a juntar con otro, y con otro… Si no, no se puede hacer nada”, explican Los Bárbaros.

Un momento del montaje de ‘Obra infinita’. (Luz Soria)
Un momento del montaje de ‘Obra infinita’. (Luz Soria)

Y ese planteamiento, que parece inocente de tan pequeño, se suma de alguna forma a esa inquietud compartida en los últimos tiempos por otros creadores cuyas obras proponen un ejercicio de resistencia frente a las ficciones con las que convivimos diariamente, al tiempo que apelan a la capacidad del teatro para hacerlas frente. Pero, en la mayoría de los casos, al final solo hay un único gesto: estar juntos. Ya, pero ¿estar juntos para qué? Para escucharnos, han dicho ya Los Bárbaros, pero también para poder decirnos "hola, buenos días": “Hay algo hoy en el teatro de una espectacularidad muy vacía. Tengo medios, tengo tecnología, tengo mucho dinero, así que voy a poner lo que se me ocurra, porque tengo 50 ayudantes que me lo hacen. Pero ¿qué hay debajo de eso? Nada. ¿Qué es lo que queremos hacer nosotros? Frente al teletrabajo, la soledad de las pantallas o no ser capaz de saludar al vecino para pedirle sal y tener que pedirla a Glovo… Frente a eso, lo primero que hay que hacer es decir hola, buenos días. Vamos a lo sencillo, a lo pequeño, vamos a intentar construir a partir de ahí. Y al final es teatro, algo alejado del mundo, pero vamos a intentar construir algo que nos recuerde que todavía tiene poder decir ‘hola, buenos días’. Es algo que dice la obra y que para nosotros es importante: volver a recuperar la fe en que podemos ser felices, en que el bien común y la vida buena están ahí y que se puede luchar por vivirla”.

Poética hermosa y honesta

En Obra infinita, Los Bárbaros vuelven a hacer eso que saben hacer tan bien: envolver sus piezas con una falsa apariencia de sencillez y simplicidad para esconder una maquinaria precisa y compleja, mucho más ambiciosa de lo que parece en la superficie. No hay fuegos artificiales ni derroche de producción en Obra infinita, pero sí una poética hermosa y honesta, y una arquitectura dramática muy medida que construye un cuento total a partir de historias de distinto simbolismo y procedencia, narradas por siete intérpretes —formidables Rocío Bello y Jesús Barranco— que no ilustran la acción ni encarnan los personajes, sino que miran al espectador de frente para contarles, dicen, la historia “de los que se prendieron fuego a la puerta de los bancos, de las Embajadas y en las escaleras de los Congresos. La historia de las revoluciones cotidianas. De los que saben que la mejor arma es la violencia del pensamiento”.