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Mujeres que no saben lo que hacen Wednesday, 24 April 2024


Los comunales rurales siguen existiendo. Son tierras, pastos, sistemas de riego, depósitos de arcillas, bosques… que no pertenecen a lo público ni a lo privado


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El mundo está lleno de mujeres que hacen cosas sin saberlo, en una corriente subterránea que borbotea aquí y allá, y vuelve a sumergirse antes de que podamos darnos cuenta. Mujeres que dicen que «lo que yo hago es poca cosa», o que «luego te lo explica mi marido, que es el que sabe». Muchas de estas cosas que hacen, rescatan aquello que pensamos que ya se ha muerto o que aún no ha llegado, o lo que pensamos que nunca pasará porque, al fin y al cabo, es imposible. En un mundo en el que lo que no tiene nombre no existe, los pequeños retazos de lo que se considera demasiado insignificante para ser nombrado configuran una realidad paralela, invisible para ser valorada, pero también invisible para ser destruida.

Estas mujeres llegan agotadas al final del día y no lo entienden, porque piensan que no han hecho nada, pero se han pasado el día arrastrando las raíces de ese mundo subterráneo. Las mujeres que hacen cosas sin saberlo, pero las hacen, sienten que están solas cada vez que se cruzan con otra mujer que está haciendo lo mismo, y por no saber no saben que las dos han pasado el día tejiendo dos extremos del mismo ovillo. No se puede pisar un pueblo de España sin encontrar al menos a una de estas mujeres, barriendo la acera de delante de su casa o arreglando las flores de su parroquia.

A menudo nos desesperamos pensando que el individualismo es todo lo que nos queda, porque nunca falta quien se apresure a hacerlo visible allá donde esté, aunque sólo sea porque para vender algo hace falta que tenga un nombre y ocupe un espacio. Y la parte de nuestro interior que alberga el germen de lo común debe ser forzada en sus mismos cauces, o enterrada y ridiculizada antes de salir siquiera de nuestra propia mente. Si se nos escapa un poco, para que no nos tachen de ingenuas, diremos que «es poca cosa».

Alguna gente se va de la ciudad al campo con una idea romántica que tiene que ver con esto y se decepciona cuando no lo encuentra. El cuidado de lo común, que antes solía ser la norma y un seguro de vida para la comunidad, se mantiene diariamente soterrado, como el cuidado y mantenimiento de los comunales tradicionales.

Las mujeres que hacen cosas sin saberlo, pero las hacen, sienten que están solas

Los comunales rurales siguen existiendo. Son tierras, pastos, sistemas de riego, depósitos de arcillas, bosques… que no pertenecen a lo público ni a lo privado, sino a la comunidad que los utiliza. Y esta comunidad es quien decide qué hacer con ellos. A lo largo de los siglos han sufrido numerosos envites, mordiscos que han desgarrado partes importantes que se han ido hacia los otros tipos de propiedad. De lo que queda, buena parte ha sido colonizado por esa parte del mundo en la que todo tiene nombre, por las lógicas de otros modelos de funcionamiento: tiene que haber mapas donde no había mapas; juntas directivas con su presidente, secretario y tesorero; se formulan proyectos y presupuestos, y se decide destinar al beneficio económico lo que siempre se dedicó a la reproducción y uso de la comunidad.

Parte de estos cambios pueden haber hecho el funcionamiento más eficiente, o pueden formar parte del legítimo derecho de esta comunidad a, efectivamente, utilizar sus recursos como mejor beneficien a sus intereses en el mundo real en el que se encuentran –y esto muchas veces puede pasar por tener recursos para mejorar las galerías de agua, tener un centro social digno, etc.–. Bastante difícil es funcionar en esta adaptación como para criticar aquellas medidas que permiten su supervivencia contra todo pronóstico.

Pero conviene no olvidar que, paralelamente a todo eso que cabe en el ‘mundo con nombres’, transcurre silencioso todo aquello que no entra en sus cajitas ordenadas, aquello demasiado caótico, demasiado orgánico para poderse domesticar. Y, por todas partes y sin saberlo, muchas mujeres siguen manteniéndolo, en los ratos que les quedan.

Imaginemos cómo sería que estas mujeres empezáramos a encontrarnos, a contarnos una a otra lo que hacemos, y a descubrir, al verlo en los ojos de otra, que efectivamente estábamos haciendo cosas. Imaginemos cómo sería descubrir que, allá donde pensábamos que no había nada, había una herencia que generaciones de ‘ancestras’ habían ido guardando en cada viga, en cada colchón, pensando que no era más que calderilla. Imaginemos cómo sería desenterrarlo juntas y decirnos «somos comuneras».

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